Lo que la primavera hace con los cerezos

Miguel Molina

Hasta donde puedo ver, todo comenzó hace mucho tiempo. Los anglosajones celebraban por estas fechas los días de la diosa Eostre, la Aurora, que hacía nacer las flores, limpiaba el agua de los manantiales, hacía brillar los amaneceres y los crepúsculos, y su nahual era una liebre que renunció a hibernar para reproducirse, cosa que a los conejos les sale muy bien.

Las tribus comían, bebían, echaban granos al viento y regaban agua en las entradas de las casas para hacer propicia la estación florida, y lo más probable es que luego se entregaran a una celebración propia de la diosa de la fertilidad con rituales más específicos, y rendían homenaje a Eostre, deidad que habían tomado prestada – y su leyenda – de los babilonios unos cinco siglos antes de Cristo.

La diosa original, mesopotámica, babilónica en todos los sentidos, era Ishtar, deidad del deseo, causante de que pasaran cosas en el mundo, razón de que el sol fuera más intenso en lo que ahora es abril – y luego será mayo, y luego junio –, motivo de que la vida animal y vegetal floreciera en todas partes.

El destino de los dioses

Cuenta la leyenda que Ishtar, a la que los griegos llamaban Astarté, o Afrodita, conoció carnalmente y de otras formas a todos los dioses mayores y menores del panteón asirio-babilónico, y a no pocos mortales que jamás lograron recuperarse de la experiencia, porque la diosa era causante del deseo, que orienta las intenciones y nubla la razón y entorpece las expresiones, y corta el aliento y deja las rodillas temblorosas, entre tantas otras cosas.

Pero todos, dioses y humanos, tienen un destino.

El de Ishtar fue conocer a Tamuz, deidad de las cosechas, padre de la abundancia y señor del alimento y la bebida, conocido entre los fenicios como Adonis.

Su encuentro con Tamuz cambió la agitada vida de la diosa, que se enamoró por razones que ignoro, pero que no pueden ser muy distintas de las razones que hacen que una persona se enamore de otra, e Ishtar y Tamuz retozaron contentos hasta que llegó el otoño, que hace caer las hojas de los árboles y arruga los frutos y otras cosas.

Y pasó que Tamuz – mortal, hermoso pero mortal – murió en la época que ahora llamamos septiembre u octubre y pasó al otro mundo, bajo la tierra, listo para esperar su renacimiento. Ishtar, que era una diosa, no pudo o no supo evadir su destino, porque el amor es canijo.

Presa de la impaciencia, bajó desnuda a los infiernos por su amado, y el mundo sufrió su sufrimiento porque durante su ausencia de la faz de la tierra la procreación se detuvo, se apagaron la luz y el canto de los pájaros, se marchitaron las flores y cayeron las hojas de los árboles.

Todos sabemos qué pasó. Ishtar recuperó a su amante, lo roció con el agua de la vida para resucitarlo, y lo trajo de regreso al mundo, donde los dos se regocijan sin descanso desde entonces.

A veces, los dioses recuerdan la temporada que pasaron en el infierno y se recogen a descansar en la penumbra, y de su fasto y su recogimiento se producen las estaciones.

La estación florida
El tiempo, que todo lo cambia, cambió esa leyenda por otra, y luego esa otra por otra más, y se fue olvidando una cosa por la otra.

Ahora ya no se entrega uno en estas fechas a los goces de la carne para celebrar la tradición más antigua, sino que va a la iglesia y medita sobre el profundo sentido de la vida y la muerte, o se va de vacaciones a la playa.

Algunos reflexionan sobre Easter (que se pronuncia íster en inglés y se parece a iostre y a ishtar) y el hecho de que el conejo siga siendo el símbolo de esta fecha.

Otros prefieren no pensar en los símbolos de la época, que tienen que ver con la vida, la reproducción, la vuelta del calor, la estación florida que celebraba Garcilaso. Allá ellos.

Pero si uno presta atención, si uno mira bien y escucha con cuidado, nota que en los rincones frescos de las casas, en los crepúsculos que despiden al día en el campo, en los amaneceres que despiertan a los pájaros mucho antes de que salga el sol, hay algo semejante a un eco regocijado y antiguo. Son Ishtar y Tamuz, que hacen al mundo lo que la primavera hace con los cerezos.

Desde el balcón
Uno sale al balcón y oye el regocijo de las ranas en el Jardín de la Paz. Es una cosa de no creerse.

La bulla y la malta hacen que uno se dé cuenta de que llegó a donde iba, o va para allá, y uno sabe también que el gobierno de Veracruz, que se nutre del humanismo, no le va a pagar a don Justino Reyes los diecisiete años de salarios que le debe la secretaría de Educación, lo que sería un acto de decencia institucional, y de justicia.

Pero no hay de eso. Un grupo de maestros del Instituto Consorcio Clavijero también se queja de que no les han pagado sus sueldos.

"Exigimos lo que por derecho nos corresponde, y que es resultado de nuestro trabajo", señalan los maestros, que piensan recurrir a la Comisión Estatal de Derechos Humanos si no les pagan pronto.

Llueve una llovizna que no cesa.

La malta es tibia y suave en la tarde fresca.

Más allá, en el parque, las ranas croan su contento.