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NOS TRAJO EL NORTE

Esa mañana, mientras hacíamos cola en la oficina de tránsito bajo el solazo, buscamos en la banqueta el rastro de las hormigas arrieras que anuncian la entrada de los nortes, y no hallamos nada, porque en Veracruz hay calles tan limpias...

Miguel Molina

El norte nos trajo a Veracruz.

Esa mañana, mientras hacíamos cola en la oficina de tránsito bajo el solazo, buscamos en la banqueta el rastro de las hormigas arrieras que anuncian la entrada de los nortes, y no hallamos nada, porque en Veracruz hay calles tan limpias que ni hormigas tienen.

La ciudad es bonita cuando está limpia.

Licencia en mano, después de hora y media de cola, nos fuimos a los portales de mi juventud y pedimos una cerveza y un tequila mientras nos entretenía un picho de voz potente.

Salud, habíamos llegado.

Soy misanteco por nacimiento, xalapeño por adopción (muchos xalapeños descienden de los autobuses de Banderilla), y jarocho por afición, así que cada vez que vengo al puerto me siento como en mi casa.

Aunque ya no es lo mismo.

Muchos lugares donde fui feliz han desaparecido hasta de la memoria: Penacho de Indio, donde me hicieron una despedida que duró varios días y me hizo darme cuenta de que no tenía por qué irme; el hotel Prendes, donde comí – o bebí – caldos largos de pescado con Froylán Flores Cancela; y – hace mucho tiempo – Picalagua y sus jaibas rellenas inolvidables.

Lo mismo pasó con El Perro Salado de mi compadre Jorge Malpica, y con Villa del Mar, donde uno descubría la música que llevaba por dentro.

Muchos amigos ya no están. Juan Vicente Melo, Manico Jiménez, El Güero Sansores, Rafael Valdivia, Yuyo, Loló Navarro, mi compadre Jorge, Horacio Aude, Nacho Oropeza. La lista es más larga de lo que pensé y de lo que quisiera…

El Veracruz que vimos el viernes, después de cuatro años, es otro aunque sea el mismo de antes.

Confieso que nunca, o tal vez nunca, he ido a una de las plazas comerciales de Boca del Río, que huelen a perfume de aeropuerto donde en mi infancia había aromas de mojarra frita y música de arpa y de jarana.

Tal vez no me he perdido de mucho.

Pero más allá del aire perfumado de los centros comerciales, lo que vimos fue una ciudad viva, bulliciosa, casi llena de gente, y ciertamente llena de pregones: güerogüeragüerogüero, pase por acá para desayunar, para comer, lleve usted el reloj, la montblanc, la loción para el señor, la fragancia para la señorita, lentes oscuros para la licenciada, clinclinclinc suena la cuchara contra el vaso para llamar al lechero, y canta el arpa y canta la jarana y alguien canta cerca y lejos, y alguien zapatea mientras uno mueve discretamente los pies bajo la mesa al ritmo del son, y en las pantallas de televisión los sabios hablan del triunfo del América, órale.

Nos dio gusto. El Zócalo estaba lleno el lunes en la noche, y lo que los griegos llamaban hoi polloi y AMLO conoce como pueblo bueno, se echaban la primera cerveza de la noche o la última del día, o caminaban del parque al malecón y luego de regreso por el puro gusto de pasear, como debe ser, o cenaban con el puro gusto de estar cerca del mar, que provoca la alegría o convoca pensamientos más o menos profundos y recuerdos.

Ahí estaban todas esas cosas.

El Veracruz de hoy deja otra vez un buen sabor de boca, y sal en los brazos y en la cara, como antes.

Pero lo cierto es que una ciudad no es siempre la misma. Hay dos: la que uno recuerda y la que vive.

El norte las juntó a las dos.

El ventarrón hacía que los que venían caminaran con prisa y hacía más lento el paso de los que iban, mientras uno buscaba los sitios viejos en los edificios nuevos.

Ya íbamos al hotel cuando sentí que algo me caía en el pecho.

Era caca de un picho desvelado que dejó una raya blanca en mi camiseta negra. Es de buena suerte, me dijeron. Pues sí.