UN SUEÑO PERDIDO
Miguel Valera
Como Martin Luther King Jr., Juana María García Cortés tenía un sueño. Sí, de un futuro mejor, para cambiar su destino y no propiamente para que negros y blancos vivieran armónicamente, como lo dijo frente al monumento de Lincoln, en Washington, el 28 de agosto de 1963, el líder de los derechos civiles asesinado en 1968. Huérfana de padre y madre desde la adolescencia, aprendió sola a salir adelante.
Un día, montada sobre ella misma, porque era lo único que tenía, se fue a buscar un mejor destino en Estados Unidos. Su plan, bien trazado, era ganar unos 100 mil pesos y regresar a establecer un negocio.
Cien mil pesos era un mundo de dinero al que tenía que sumarle dos tantos: cien para el coyote y cien para sus gastos por allá. Trazó un plan de tres o cuatro años. No más.
Tenía muy claro que no quería quedarse a vivir con los gabachos.
Regresó airosa, triunfante, feliz por la meta cumplida. Había sido una experiencia difícil.
Del hambre al acoso, pasando por el cansancio extenuante de las larguísimas jornadas.
Nada se interpuso en su decisión, en la fortaleza de su voluntad para alcanzar la meta.
Así se lo contó a Mariana Isabel, su hermana, con quien mantuvo una comunicación constante en esa aventura de migrante.
Su plan seguía claro: poner un negocio y hacerse independiente, para dejar atrás el destino de la orfandad.
Cuando le contó a su hermana notó algo en su mirada, pero no hizo caso. Siguió trabajando para lograr el cometido.
Un día, Mariana le dijo que tenía un problema urgente y que necesitaba un préstamo, una parte de ese dinero que Juana María guardaba con tanto celo.
Sería un préstamo por poco tiempo; lo pagaría muy rápido y hasta con intereses.
Franca, pero de manera contundente, le dijo que no.
Era su sueño, un plan en el que llevaba ya mucho tiempo.
Además, conseguir ese dinero le había costado lágrimas, sudor y sangre, como leyó en las historias del Libro Semanal.
La hermana aceptó, pero algo cambió en ella.
Empezó a sufrir. La envidia, me decía un viejo maestro, es el dolor o desdicha por no poseer uno mismo lo que tiene el otro.
Con esa envidia, carcomiéndole el corazón Mariana Isabel decidió resolver esto como Caín lo hizo con Abel.
Así, una tarde que los vecinos tenían su aparato de sonido a todo lo que daba, llegó con su novio y le rompió la cabeza con un martillo.
Fue todo tan rápido que Juana María apenas y pudo reaccionar.
En un abrir y cerrar de ojos estaba tirada, inerte, acostada sobre un chorro de sangre.
Lo que siguió fue prácticamente sencillo: abrieron un hoyo en el jardín y la enterraron.
Con una parte del dinero robado, Mariana y su novio contrataron un albañil que selló con pavimento toda el área de jardín.
“Aquí vamos a poner macetas”, dijo ella oronda, al trabajador, mientras colocaba las planchas de cemento. Al otro día que terminaron los trabajos, Mariana y Adolfo se fueron de paseo.
Mariana Isabel le contó esta historia a una persona que a su vez me la contó a mí.
Y yo, que no tengo vocación de bodeguero ahora la cuento, no para que se haga justicia, porque eso sucedió hace muchísimos años y ninguno de los actores está vivo.
No, la cuento para que se conozca más el corazón humano, porque somos herederos del Caín del paraíso edénico bañado por el río Éufrates.